Las familias, el profesorado, el
alumnado, los sindicatos, las patronales de la educación, la iglesia Católica,
los partidos políticos, el Gobierno,… es decir, la sociedad en su conjunto,
lleva años reclamando la necesidad de un gran pacto educativo. Entonces, ¿por
qué no se hace? He aquí la pregunta del millón.
Ángel Gabilondo, el último ministro
socialista de educación, estuvo a punto de conseguirlo en el año 2011, pero la
inminencia de unas elecciones generales en la que todas las encuestas daban
como claro vencedor al Partido Popular, lo frustraron en el último momento.
La aprobación el año 2013 de la
LOMCE, conocida como “ley Wert” por el nombre del ministro que la sacó
adelante, con el voto exclusivo del PP, y con la comunidad educativa enfrentada
radicalmente a la misma, volvió a poner de actualidad la necesidad del tan traído
y llevado pacto.
La marcha del ministro Wert, la
llegada de un nuevo titular al departamento, el actual diputado por Palencia
Íñigo Méndez de Vigo, el año de gobierno en funciones, y la formación de un
gobierno de los populares en franca minoría, ha dejado la aplicación de la
LOMCE en una situación de incertidumbre que complica aún más la situación
educativa del país.
El gobierno, forzado por su
situación de aparente debilidad en el Parlamento, ha cedido en algunos de los
temas más llamativos y espinosos, como es el de las controvertidas reválidas.
Pero las reválidas son sólo eso, las espinas de la zarza. Dentro de ella hay
mucho más. Hay segregación temprana del alumnado; hay una reducción drástica de
la financiación de la escuela pública, lo que ha conllevado un aumento de la
ratio profesor alumno; hay financiación a centros concertados que segregan por
sexo; hay un retroceso total en la participación de las familias en el proceso
educativo; hay un abandono total de la formación en valores democráticos y de
ciudadanía; hay la consideración de asignatura con valor académico de sus
calificaciones para la enseñanza religiosa confesional. En definitiva, hay una
concepción academicista y economicista de la educación básica, lo que se
traduce en el objetivo de “llenar cabezas” en lugar de “formar personas”.
La necesidad del actual gobierno de
acordar y pactar en un Parlamento con una composición mucho más fragmentada y
diversa que en anteriores legislaturas, parece que hace más posible la
consecución de ese añorado pacto educativo. Ahora bien, ¿qué pacto? Desde mi
punto de vista, un pacto educativo verdadero y duradero debe contemplar algunos
aspectos esenciales, sin los cuales su futuro será poco prometedor.
En primer lugar, y no el más
fundamental pero si muy necesario, es el aspecto financiero. Si no existe un
acuerdo básico de refinanciación y recapitalización de la educación, el posible
pacto nacerá muerto. Y no es solamente un acuerdo para aportar más fondos, sino,
y principalmente, el acuerdo sobre cómo y dónde se emplean esos recursos. Dar más
a los centros que mejores resultados académicos tengan, sin tener en cuenta la situación
socio económica de su alumnado, es incrementar la brecha social entre la población.
Seguir incrementando los recursos destinados a los centros concertados, sin
garantizar previamente la suficiente financiación de los centros públicos, es caminar
hacia el modelo dual de educación de los años 50 y 60 del siglo pasado.
La presencia de los padres en la
gestión y planificación de la educación de sus hijos, debe estar garantizada, y
conseguir su participación activa debería ser un objetivo prioritario de
cualquier ley educativa. Esta participación de las familias, y una mayor autonomía de los centros para
organizarse y planificar su tarea en función de la realidad de su alumnado,
deben ser garantizadas y fomentadas. O las puertas de los centros se abren a la
sociedad en la que se han de integrar sus alumnos, o la educación que los demos
será un fracaso.
La enseñanza básica (infantil,
primaria y ESO) no debe tener como objetivos formar especialistas -llenar cabezas-,
sino dotar al alumnado de capacidades de adaptación a situaciones complejas y
dotarlo de instrumentos que le permitan avanzar a niveles superiores de
formación. En estos niveles educativos, no puede tener un papel relevante la
economía o el emprendimiento, sino las materias instrumentales y la formación
filosófica y en valores (formar personas).
La educación básica debe evitar la
segregación temprana del alumnado. Segregar en estos niveles es socialmente
injusto porque deja por el camino a los alumnos con peor apoyo familiar y de
clase más baja, y es injusto individualmente porque niega oportunidades a
quienes pierden le ritmo. Pero es que además, es ineficiente porque el país no
saca competencia de toda su población, sino que lo hace solo de una parte de
ella. La segregación a tempranas edades es dañina socialmente porque desagrega
a la población y crea guetos.
Hay otro tipo de segregación que
también debe evitarse, y es la
competencia entre centros. Este sistema supone concentrar recursos en unos
centros, los que mejores resultados
académicos tengan y los que más proyectos innovadores presenten, y castigar a
otros, los que por la extracción social y cultural del alumnado no pueden
obtener éxitos académicos.
La formación religiosa confesional
no puede ser considerada una asignatura con valor académico. La educación básica
debe contemplar el conocimiento y estudio del hecho religioso, como un parte
más del conocimiento del mundo al que los alumnos se van a integrar. La
presencia de las distintas confesiones religiosas en la educación, y de la religión
Católica en particular, debe ser la que resulte congruente con nuestra
Constitución. La educación pública debe ser laica, porque es la condición
fundamental para que sirva a la construcción de una sociedad democrática. El
estado debe garantizar el derecho del alumnado a recibir formación religiosa
confesional según sus propias creencias, pero no dentro del currículo escolar.
Además de estas condiciones, si
queremos de verdad un pacto escolar duradero y válido, deberá ser discutido,
debatido y pactado por todos los implicados en el proceso educativo. Familias,
profesorado, alumnos, sindicatos y partidos políticos. Respecto a la
participación de las distintas opciones políticas en el pacto, sería aconsejable
conocer que postura mantiene cada uno de los partidos al respecto. Y también
sería una condición indispensable que no se quedara fuera del mismo ninguno de
ellos, incluidos por supuesto los partidos nacionalistas. Aquí las “líneas rojas”
no pueden existir. La estructura del sistema educativo tiene que ser congruente
con la estructura del Estado español, y en esto tienen mucho que decir estas
formaciones políticas.
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